Sonó el último golpe de
campana y quedé por un momento en silencio. Con ansiedad lancé una mirada veloz
en la que puse toda la intención por conseguir eso a lo que los fotógrafos
llaman "Le moment dòr", la instantánea que hiciera inmortal aquel
último momento, el más valioso y bello de todos. Quería aquella foto para mí,
para guardarla en el álbum de mis más entrañables recuerdos. Para siempre.
Salí de debajo de La
Mesa para enfrentarme a otra realidad muy distinta a la vivida allí dentro.
De
pronto vi perderse, mezclándose con la
multitud de los demás Hombres de Trono, a los que durante aquellas quince
benditas horas en las que Dios quiso ralentizar el tiempo para mí, habían
cargado a la reina del Barrio de La Trinidad, a aquellos treinta y nueve
desconocidos que me habían sabido tratar como a un hermano más.Y
sentí que todo lo vivido se me escapaba, que desaparecía, esfumándose como la
niebla ante mis ojos y que no tenía la fórmula necesaria para retener tantas
sensaciones, tantas palabras de apoyo y cariño, tantas miradas sinceras y
cómplices de hombres tan grandes como humildes, rezos y risas, dolor y coraje,
unión y el amor puestos por aquellos valientes entre los que había tenido la
suerte de colarme, afortunado de mí, y con los que acababa de compartir una
experiencia maravillosa e inolvidable.
Semanas antes...
La noche del pasado
seis de marzo celebraba, junto a un buen amigo, que daba por finalizada mi historia
con lo que para mí ha sido ese amor reñido con el que llevo media vida
conviviendo a porfía, que me consume y me mata pero sin el que no he sabido
vivir que se llama comparsa.
Entre vino y charla...y
más vino, entre carnavales, política y frivolidades variadas, llegó la conversación
que ambos sabíamos que sería a la que más tiempo y vino tendríamos que
dedicarle. Comenzamos a poner vídeos y escuchar marchas de procesión, a buscar
imágenes de Padre Jesús, que es como llamamos "los moraos" a Nuestro
Sagrado Titular, arreglamos nuestra hermandad y el mundo al calor del sabio
fermento de la vid, pero en mi cabeza, desde el principio rondaba una inquietud
que deseaba exponerle y que me asaltaba desde hacía ya bastante tiempo.
- Mira compadre, ahí dentro
quiero ir yo - le decía mientras le mostraba las imágenes del interior de un
trono en el que, casi a oscuras, se apreciaban las entrañas de un templo
escondido bajo el manto de la Madre de Dios. Se veían brazos haciendo un esfuerzo
sobrehumano por levantar aquella mole, como si cada uno de ellos sintiera que
él solo podía con semejante mastodonte. Se escuchaban voces de motivación:
"trescientos sesenta y cinco días esperando este día. Vamos a darlo todo
por Ella, hombres", "¡por nosotros!", "¡arriba, arriba,
arriba, arriba!" entre otras que desembocaban en una oración a su Virgen en
forma de canción: "Rezo a tus pies, porque es como yo sé rezar..."
¡Qué manera de
sintetizar un sentimiento, una plegaria y la verdadera verdad a la Madre de los
Trinitarios! ¡Fuera los ilustres eruditos dueños de la palabra! ¡Nuestro
rezo, esta noche, no requiere grandilocuencia, ni formas refinadas! Hoy
rezan nuestros hombros callados. Hoy,
aquí debajo se reza sin necesidad de pregonar que estamos rezando. Sin
trajes, ni túnicas, ni medalla siquiera que nos distingan como sus hijos porque
hoy nuestros pies son Sus Pies y
no hace falta más que el latido de nuestros corazones para que el barrio
palpite a cada paso de La Señora.
"...mientras
yo abajo esté, nunca sola andarás".
¡Cuánta
ternura! ¿Puede
un hombre que se mete en las entrañas de un trono decirle a Su Madre algo más
hermoso? Palabras
que pesan tanto como la razón de creer en Ella. Palabras de cualquier madre, porque
es una madre la que jamás deja que su hijo ande solo por la vida y hoy, del mismo modo que Ella no dejó a Su Hijo hasta el final en la Cruz, sus
hijos Trinitarios no la dejan. "Mamá, tranquila, yo te llevo"....
- Compadre, contéstame
a una cosa: ¿y cómo piensas hacer para llevar tú a La Trini? ¿Tú sabes lo qué
estás diciendo?
-
No sé. Le acabo de enviar un mensaje a un amigo, a ver si entre él y Ella hacen
que la cosa se tercie favorable. En ello pongo mi fe.
Sábado de Pasión...
Nos levantamos bien
temprano para llegar a la Misa del Alba. Al finalizar ocupamos un sitio donde
ver a Jesús junto a Su Madre y al pasar cerca de nosotros le dije - Trini,
chiquilla, ¿otra vez será, no?
Nos fuimos a pasar el
resto del fin de semana en Sevilla y serían algo más de las ocho de la tarde
cuando, ante la imagen de Jesús del Soberano Poder, de la hermandad de los
Panaderos, sonó el teléfono. Al ver quien era grité dentro de la iglesia - ¡la
llevo! - y salí a la calle entusiasmado ante la mirada molesta de los allí
presentes.
- Buenas tardes Don Jesús.
- ¿Qué pasa Don Francisco? aquello que me dijiste...¿sigues queriendo
llevarla?
- ¡Por
supuesto!¡Cuenta conmigo!
El Lunes.
Tras llegar de Sevilla
el domingo por la noche no pude pegar ojo. El móvil ardía después de estar
horas en la cama con los ojos como platos, sin parar de estudiar los vídeos de
María Santísima de la Trinidad Coronada por las calles de Málaga, de sus
hombres de La Mesa en sus comidas de convivencia, su blog, imágenes de motivación,
marchas de procesión dedicadas a Ella y todo tipo de material que circulara por
la red intentando sentirme más cerca de algo que había visto siempre tan lejano
y que, de repente, se ponía ante mis ojos. Pasó la
noche y llegó una mañana de trabajo solitaria y callada, prefacio de reflexión para
lo que iba a acontecer. Fui a ver a mi madre, a despedirme de ella emocionado -
Que la Virgen y el Cautivo te bendigan, hijo - me dio un beso y partí hacia
Málaga.
A eso de las cinco de
la tarde llegué a Calle Trinidad sin saber muy bien a dónde tenía que ir cuando
me crucé con alguien que vestía con distintivos de La Mesa y, ni corto ni
perezoso, fui a su asalto. Aunque yo sí sabía quién era, él no me conoció.
El hermano Flores me indicó dónde estaba
la Peña Trinitaria y seguí sus pasos hasta llegar a ella. Estaba muy nervioso.
Por dentro me decía "Francisco....¡pá qué te metes en ná, hombre!".
Yo soy alguien tímido ante aquellos a los que no conozco, no doy con facilidad
esa conversación recurrente y fresca para hacerme con la gente desde el primer
momento. Necesito observar e ir abriéndome a medida que encuentro puntos en
común y mientras tanto me siento muy tenso. En aquel momento sabía que tenía
que pasar por el trance de llegar a algo muy consolidado y buscar un hueco en
el que sentirme cómodo y relajarme.
Cuando doblé la esquina
que llega a la peña vi a algunos hermanos congregados en la puerta y con cierto
alivio me dirigí a una cara conocida, era el hermano Fito, que me miró con
cierta extrañeza y conversamos un poco. Me presenté a algunos de los allí
reunidos y al cabo de un rato, quienes iban llegando, me saludaban como quien
saluda a alguien conocido, mostrando alegría y complicidad. Al ver a Víctor y a
colegas del mundillo carnavalero, los nervios se disiparon. Eran lo que
necesitaba para dejar de sentirme un intruso. Migueli, Pozi, el rubio de los
Gallegos y al que con más ganas esperaba, mi padrino en aquella locura, Jesús
"Kara". No hacía falta más para sentirme como en casa: "¡jefe,
póngame usted un gin tonic!"
Entre risas fuimos
esperando a que llegara la mayor parte de los componentes del grupo y llegó el
momento de subir hasta un salón que me resultaba familiar por las imágenes
vistas anteriormente. Allí, formando un círculo, fueron ocupando las sillas. La
mayoría de ellos callaban y sus caras se tornaron algo más serias. El ambiente
fue cambiando, ya no se respiraba el de la barra del bar. Víctor ocupaba un
lugar preferente más por su actitud que por su posición ante los demás que dejó
ver su peso en el grupo. Entendí que se esperaba el comienzo de un ejercicio de
preparación cercano a lo espiritual, de concentración y de motivación,
preámbulo de la penitencia abrazados al varal.
Tras
unas palabras suyas, con las que captó la atención de los presentes, se la
cedió a otro hermano que sostenía en sus manos las Huellas Trinitarias, un
sencillo distintivo confeccionado con los sinónimos que definen el sentimiento
de hombre de trono de la Mesa de la Trinidad. Con palabras cargadas de cariño,
confianza, simpatía y un valor difícilmente calculable, el hermano Antonio
"el rociero" fue entregándolas entre aplausos a aquellos que
mencionaba e inmediatamente después una breve pero certera introducción daban
paso, para mi sorpresa, a la presentación de los nuevos componentes de La Mesa.
Hasta
ese momento me había mantenido callado y observante de todo lo que ocurría,
intentando empaparme del más mínimo detalle, queriendo absorber el sentimiento
y la energía que se desprendía de aquel salón pero, cuando el hermano Diego me
susurró - eso que está diciendo es para ti - mis piernas temblaron.
Madre,
solo pretendo ser un hombro más para que Tú pasees esta noche por mi ciudad en
volandas. Nada importa esta noche
que no sean hombros que sumen para ti. Hombres
que te recen cada uno a su manera pero
todos de la misma. Dale
paz a los que han sentido el bendito dolor del varal antes que yo y
que hoy no están aquí aun siendo más dignos de portar tu Divina Imagen. Hoy será mi hombro su hombro para que estemos
todos, para que seamos uno. Por
eso, ¿para qué saber mi nombre, por qué estoy aquí o de dónde vengo?"Soy
solo un hombre, no más. Me
has llamado, aquí me tienes. Si en algo puedo ayudar yo soy Simón, de Cirene". En
ese momento quise ser para siempre un desconocido. Salí
al centro de aquel ruedo y lejos de
verme frente a un bravo morlaco con mirada desafiante, lo que vi fue a hombres
deseosos de abrazar entre ellos a uno más.
Y en una fracción de segundo busqué entre mis más lejanos recuerdos para
encontrar el sentimiento que pudiera haber despertado con tantas ganas estar
allí aquella tarde. Removí los cajones de mi memoria y se me puso por delante,
de repente, una vieja pequeña estampa que colgaba en la entrada de la casa
donde me crie en la que posaban majestuosas dos imágenes: a la derecha Jesús
Cautivo, a su izquierda Su Madre, Trinidad. Yo no sé si estuve acertado o no
con mis palabras. Desde mi humildad más profunda y desde el amor con el que
entiendo que hay que llegar a un lugar así, solo quise darle a cada uno de aquellos
hombres a entender que, no era más que una hormiguita que estaba allí para
ponerse al servicio de la reina, un hombre más que, en la medida en que sus
fuerzas le dejaran, iba a quitarle un poco de peso al hombro de cada uno de sus
compañeros.
Tras
fajarnos partimos a su encuentro. La calle se llenaba con la presencia de los
Hermanos de La Mesa de la Trinidad. Era la entrada triunfal al barrio. Por el camino,
después de rezar el Ave María, un compañero se acercó a mí - Fran, me han
llegado tus palabras - no pude articular palabra y me salió un gesto
avergonzado, no me sentía merecedor de nada siendo un extraño entre ellos, ni del
noble gesto que aquel hombre estaba teniendo con decirme aquello. Mientras
conversaba con Víctor, una señora, extrañada al vernos con las fajas y una
indumentaria que nada tiene que ver con la habitual imagen de un hombre de
trono, comentó a alguien - esos son los que van debajo de la Virgen. Esos son
los que se enteran de verdad de lo que pesa el trono. Pobres hombres - Aunque
aquellas palabras me dieron cierto miedo, me hizo sirvieron para motivarme aun
más. No sé en qué medida llevaría razón aquella mujer. Giré la cabeza de atrás
hacia adelante, vi que iba en medio de una verdadera piña y pensé "si lo
damos todo, todos a una, qué más da lo que pese, la Trini llega a su casa de
puntillas".
Al
llegar, lejos de ir directos a nuestros puestos bajo La Mesa, entramos en un
local lleno de chavales con sus instrumentos preparados como lanzas de
guerreros para su gesta. El entrenamiento no había acabado. La Trinidad
Sinfónica nos esperaba para abrazarse a los hombres de La Mesa con la
maravillosa obra del maestro y hermano José Antonio Molero "Rezo a tus
pies".
No
se trataba de ensayar. Se trataba de fundirse unos con otros en aquella melodía
para tomar el último trago de fuerza antes de afrontar la salida. Aquello no
sonaba a marcha de procesión. Era mucho más. Un himno que trascendía más allá
de la música y de la letra. Aire fresco para cuando se estuviera a punto de
desvanecer. Arte
que nos alimentara el espíritu. Un canto de guerra. La conjunción perfecta para
que lo humano alcanzara lo divino.
Aun
no había visto a la Señora y ya había merecido la pena vivir aquella tarde.
Había palpado el verdadero sentido de la palabra Hermandad de unos hombres en un
mismo sentir entorno a la imagen de la María. Apenas llevaba tres horas junto a
aquellos treinta y nueve hombres entre los cuales, tal vez existiera una
amistad forjada con los años nacida bajo el manto de María o en otros ámbitos. Tal
vez de manera íntima entre algunos, compartiendo juntos asiduamente otras
vivencias personales que nada tuvieran que ver con La Mesa de la Trinidad o la
cofradía, o quizás en otros casos se tratara de gente que solo se reunía para
este fin alguna que otra vez en el año y que apenas mantuviera relación el
resto de tiempo. No sé cómo sería el día a día de cada uno independientemente
del resto, pero sea como fuere, aquel grupo solo desprendía respeto,
camaradería y amor: Amistad.
Lo que sentía cada vez con más claridad conforme
pasaba cada minuto, con la intensidad que pasaba, con el rastro de emociones
que dejaba tras de sí, era que aquello me estaba sometiendo y me empujaba,
arrastrándome con una extraña inercia. Ya no estaba porque había deseado estar,
ya estaba porque debía estar.
Venir
a la vida.
Una
vez consumado el ritual, me vi en el costal derecho del trono con ella a mi
lado. Alcé la mirada y durante unos momentos quedé inmóvil, frío, como una
figura de delicado cristal a punto de hacerse añicos en el suelo. Con un nudo
en la garganta busqué su mirada. Me recreé en Su Divina Estampa.
-
Gracias, Madre.
Como
pidiendo su permiso para ir con Ella tras Su Hijo, por el Jerusalén en el que
aquella noche de Lunes Santo se transformaría Málaga, me sumergí santiguándome en
el templo escondido a Sus Pies y busqué
mi varal. Entraron todos los hermanos. Se hicieron los últimos ajustes en los
puestos. Se dijeron las últimas palabras. Se hizo por un momento el silencio. Besé
el varal. Cerré los ojos. Sonó por primera vez la campana.
Comencé
a vivir.
Fran Albarracín
No hay comentarios:
Publicar un comentario