25 de abril de 2015

El principio de todo

Sonó el último golpe de campana y quedé por un momento en silencio. Con ansiedad lancé una mirada veloz en la que puse toda la intención por conseguir eso a lo que los fotógrafos llaman "Le moment dòr", la instantánea que hiciera inmortal aquel último momento, el más valioso y bello de todos. Quería aquella foto para mí, para guardarla en el álbum de mis más entrañables recuerdos. Para siempre.
Salí de debajo de La Mesa para enfrentarme a otra realidad muy distinta a la vivida allí dentro.
De pronto vi perderse,  mezclándose con la multitud de los demás Hombres de Trono, a los que durante aquellas quince benditas horas en las que Dios quiso ralentizar el tiempo para mí, habían cargado a la reina del Barrio de La Trinidad, a aquellos treinta y nueve desconocidos que me habían sabido tratar como a un hermano más.Y sentí que todo lo vivido se me escapaba, que desaparecía, esfumándose como la niebla ante mis ojos y que no tenía la fórmula necesaria para retener tantas sensaciones, tantas palabras de apoyo y cariño, tantas miradas sinceras y cómplices de hombres tan grandes como humildes, rezos y risas, dolor y coraje, unión y el amor puestos por aquellos valientes entre los que había tenido la suerte de colarme, afortunado de mí, y con los que acababa de compartir una experiencia maravillosa e inolvidable.
Semanas antes...
La noche del pasado seis de marzo celebraba, junto a un buen amigo, que daba por finalizada mi historia con lo que para mí ha sido ese amor reñido con el que llevo media vida conviviendo a porfía, que me consume y me mata pero sin el que no he sabido vivir que se llama comparsa. 
Entre vino y charla...y más vino, entre carnavales, política y frivolidades variadas, llegó la conversación que ambos sabíamos que sería a la que más tiempo y vino tendríamos que dedicarle. Comenzamos a poner vídeos y escuchar marchas de procesión, a buscar imágenes de Padre Jesús, que es como llamamos "los moraos" a Nuestro Sagrado Titular, arreglamos nuestra hermandad y el mundo al calor del sabio fermento de la vid, pero en mi cabeza, desde el principio rondaba una inquietud que deseaba exponerle y que me asaltaba desde hacía ya bastante tiempo.
- Mira compadre, ahí dentro quiero ir yo - le decía mientras le mostraba las imágenes del interior de un trono en el que, casi a oscuras, se apreciaban las entrañas de un templo escondido bajo el manto de la Madre de Dios. Se veían brazos haciendo un esfuerzo sobrehumano por levantar aquella mole, como si cada uno de ellos sintiera que él solo podía con semejante mastodonte. Se escuchaban voces de motivación: "trescientos sesenta y cinco días esperando este día. Vamos a darlo todo por Ella, hombres", "¡por nosotros!", "¡arriba, arriba, arriba, arriba!" entre otras que desembocaban en una oración a su Virgen en forma de canción: "Rezo a tus pies, porque es como yo sé rezar..."
¡Qué manera de sintetizar un sentimiento, una plegaria y la verdadera verdad a la Madre de los Trinitarios! ¡Fuera los ilustres eruditos dueños de la palabra! ¡Nuestro rezo, esta noche, no requiere grandilocuencia, ni formas refinadas! Hoy rezan nuestros hombros callados. Hoy, aquí debajo se reza sin necesidad de pregonar que estamos rezando. Sin trajes, ni túnicas, ni medalla siquiera que nos distingan como sus hijos porque hoy nuestros pies son Sus Pies y no hace falta más que el latido de nuestros corazones para que el barrio palpite a cada paso de La Señora.
 "...mientras yo abajo esté, nunca sola andarás". 
 ¡Cuánta ternura! ¿Puede un hombre que se mete en las entrañas de un trono decirle a Su Madre algo más hermoso?  Palabras que pesan tanto como la razón de creer en Ella.  Palabras de cualquier madre,  porque es una madre la que jamás deja que su hijo ande solo por la vida y hoy, del mismo modo que Ella no dejó a Su Hijo hasta el final en la Cruz, sus hijos Trinitarios no la dejan.  "Mamá, tranquila, yo te llevo"....
- Compadre, contéstame a una cosa: ¿y cómo piensas hacer para llevar tú a La Trini? ¿Tú sabes lo qué estás diciendo?                                                                                                         
 - No sé. Le acabo de enviar un mensaje a un amigo, a ver si entre él y Ella hacen que la cosa se tercie favorable. En ello pongo mi fe.

Sábado de Pasión...
Nos levantamos bien temprano para llegar a la Misa del Alba. Al finalizar ocupamos un sitio donde ver a Jesús junto a Su Madre y al pasar cerca de nosotros le dije - Trini, chiquilla, ¿otra vez será, no?                                                       
Nos fuimos a pasar el resto del fin de semana en Sevilla y serían algo más de las ocho de la tarde cuando, ante la imagen de Jesús del Soberano Poder, de la hermandad de los Panaderos, sonó el teléfono. Al ver quien era grité dentro de la iglesia - ¡la llevo! - y salí a la calle entusiasmado ante la mirada molesta de los allí presentes.
- Buenas tardes Don Jesús. 
 - ¿Qué pasa Don Francisco? aquello que me dijiste...¿sigues queriendo llevarla?  
- ¡Por supuesto!¡Cuenta conmigo!

El Lunes.
Tras llegar de Sevilla el domingo por la noche no pude pegar ojo. El móvil ardía después de estar horas en la cama con los ojos como platos, sin parar de estudiar los vídeos de María Santísima de la Trinidad Coronada por las calles de Málaga, de sus hombres de La Mesa en sus comidas de convivencia, su blog, imágenes de motivación, marchas de procesión dedicadas a Ella y todo tipo de material que circulara por la red intentando sentirme más cerca de algo que había visto siempre tan lejano y que, de repente, se ponía ante mis ojos. Pasó la noche y llegó una mañana de trabajo solitaria y callada, prefacio de reflexión para lo que iba a acontecer. Fui a ver a mi madre, a despedirme de ella emocionado - Que la Virgen y el Cautivo te bendigan, hijo - me dio un beso y partí hacia Málaga.
A eso de las cinco de la tarde llegué a Calle Trinidad sin saber muy bien a dónde tenía que ir cuando me crucé con alguien que vestía con distintivos de La Mesa y, ni corto ni perezoso, fui a su asalto. Aunque yo sí sabía quién era, él no me conoció. El  hermano Flores me indicó dónde estaba la Peña Trinitaria y seguí sus pasos hasta llegar a ella. Estaba muy nervioso. Por dentro me decía "Francisco....¡pá qué te metes en ná, hombre!". Yo soy alguien tímido ante aquellos a los que no conozco, no doy con facilidad esa conversación recurrente y fresca para hacerme con la gente desde el primer momento. Necesito observar e ir abriéndome a medida que encuentro puntos en común y mientras tanto me siento muy tenso. En aquel momento sabía que tenía que pasar por el trance de llegar a algo muy consolidado y buscar un hueco en el que sentirme cómodo y relajarme.
Cuando doblé la esquina que llega a la peña vi a algunos hermanos congregados en la puerta y con cierto alivio me dirigí a una cara conocida, era el hermano Fito, que me miró con cierta extrañeza y conversamos un poco. Me presenté a algunos de los allí reunidos y al cabo de un rato, quienes iban llegando, me saludaban como quien saluda a alguien conocido, mostrando alegría y complicidad. Al ver a Víctor y a colegas del mundillo carnavalero, los nervios se disiparon. Eran lo que necesitaba para dejar de sentirme un intruso. Migueli, Pozi, el rubio de los Gallegos y al que con más ganas esperaba, mi padrino en aquella locura, Jesús "Kara". No hacía falta más para sentirme como en casa: "¡jefe, póngame usted un gin tonic!"
Entre risas fuimos esperando a que llegara la mayor parte de los componentes del grupo y llegó el momento de subir hasta un salón que me resultaba familiar por las imágenes vistas anteriormente. Allí, formando un círculo, fueron ocupando las sillas. La mayoría de ellos callaban y sus caras se tornaron algo más serias. El ambiente fue cambiando, ya no se respiraba el de la barra del bar. Víctor ocupaba un lugar preferente más por su actitud que por su posición ante los demás que dejó ver su peso en el grupo. Entendí que se esperaba el comienzo de un ejercicio de preparación cercano a lo espiritual, de concentración y de motivación, preámbulo de la penitencia abrazados al varal.
Tras unas palabras suyas, con las que captó la atención de los presentes, se la cedió a otro hermano que sostenía en sus manos las Huellas Trinitarias, un sencillo distintivo confeccionado con los sinónimos que definen el sentimiento de hombre de trono de la Mesa de la Trinidad. Con palabras cargadas de cariño, confianza, simpatía y un valor difícilmente calculable, el hermano Antonio "el rociero" fue entregándolas entre aplausos a aquellos que mencionaba e inmediatamente después una breve pero certera introducción daban paso, para mi sorpresa, a la presentación de los nuevos componentes de La Mesa.
Hasta ese momento me había mantenido callado y observante de todo lo que ocurría, intentando empaparme del más mínimo detalle, queriendo absorber el sentimiento y la energía que se desprendía de aquel salón pero, cuando el hermano Diego me susurró - eso que está diciendo es para ti - mis piernas temblaron.
Madre, solo pretendo ser un hombro más para que Tú pasees esta noche por mi ciudad en volandas.     Nada importa esta noche que no sean hombros que sumen para ti. Hombres que te recen cada uno a su manera  pero todos de la misma.  Dale paz a los que han sentido el bendito dolor del varal antes que yo y que hoy no están aquí aun siendo más dignos de portar tu Divina Imagen. Hoy será mi hombro su hombro para que estemos todos,  para que seamos uno. Por eso, ¿para qué saber mi nombre, por qué estoy aquí o de dónde vengo?"Soy solo un hombre, no más.   Me has llamado, aquí me tienes. Si en algo puedo ayudar yo soy Simón, de Cirene".  En ese momento quise ser para siempre un desconocido. Salí al centro de aquel ruedo y  lejos de verme frente a un bravo morlaco con mirada desafiante, lo que vi fue a hombres deseosos de abrazar entre ellos a uno más.  Y en una fracción de segundo busqué entre mis más lejanos recuerdos para encontrar el sentimiento que pudiera haber despertado con tantas ganas estar allí aquella tarde. Removí los cajones de mi memoria y se me puso por delante, de repente, una vieja pequeña estampa que colgaba en la entrada de la casa donde me crie en la que posaban majestuosas dos imágenes: a la derecha Jesús Cautivo, a su izquierda Su Madre, Trinidad. Yo no sé si estuve acertado o no con mis palabras. Desde mi humildad más profunda y desde el amor con el que entiendo que hay que llegar a un lugar así, solo quise darle a cada uno de aquellos hombres a entender que, no era más que una hormiguita que estaba allí para ponerse al servicio de la reina, un hombre más que, en la medida en que sus fuerzas le dejaran, iba a quitarle un poco de peso al hombro de cada uno de sus compañeros.
Tras fajarnos partimos a su encuentro. La calle se llenaba con la presencia de los Hermanos de La Mesa de la Trinidad. Era la entrada triunfal al barrio. Por el camino, después de rezar el Ave María, un compañero se acercó a mí - Fran, me han llegado tus palabras - no pude articular palabra y me salió un gesto avergonzado, no me sentía merecedor de nada siendo un extraño entre ellos, ni del noble gesto que aquel hombre estaba teniendo con decirme aquello. Mientras conversaba con Víctor, una señora, extrañada al vernos con las fajas y una indumentaria que nada tiene que ver con la habitual imagen de un hombre de trono, comentó a alguien - esos son los que van debajo de la Virgen. Esos son los que se enteran de verdad de lo que pesa el trono. Pobres hombres - Aunque aquellas palabras me dieron cierto miedo, me hizo sirvieron para motivarme aun más. No sé en qué medida llevaría razón aquella mujer. Giré la cabeza de atrás hacia adelante, vi que iba en medio de una verdadera piña y pensé "si lo damos todo, todos a una, qué más da lo que pese, la Trini llega a su casa de puntillas".
Al llegar, lejos de ir directos a nuestros puestos bajo La Mesa, entramos en un local lleno de chavales con sus instrumentos preparados como lanzas de guerreros para su gesta. El entrenamiento no había acabado. La Trinidad Sinfónica nos esperaba para abrazarse a los hombres de La Mesa con la maravillosa obra del maestro y hermano José Antonio Molero "Rezo a tus pies".                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                              
No se trataba de ensayar. Se trataba de fundirse unos con otros en aquella melodía para tomar el último trago de fuerza antes de afrontar la salida. Aquello no sonaba a marcha de procesión. Era mucho más. Un himno que trascendía más allá de la música y de la letra. Aire fresco para cuando se estuviera a punto de desvanecer. Arte que nos alimentara el espíritu. Un canto de guerra. La conjunción perfecta para que lo humano alcanzara lo divino.                                                                                                                                                                                                                                                    
Aun no había visto a la Señora y ya había merecido la pena vivir aquella tarde. Había palpado el verdadero sentido de la palabra Hermandad de unos hombres en un mismo sentir entorno a la imagen de la María. Apenas llevaba tres horas junto a aquellos treinta y nueve hombres entre los cuales, tal vez existiera una amistad forjada con los años nacida bajo el manto de María o en otros ámbitos. Tal vez de manera íntima entre algunos, compartiendo juntos asiduamente otras vivencias personales que nada tuvieran que ver con La Mesa de la Trinidad o la cofradía, o quizás en otros casos se tratara de gente que solo se reunía para este fin alguna que otra vez en el año y que apenas mantuviera relación el resto de tiempo. No sé cómo sería el día a día de cada uno independientemente del resto, pero sea como fuere, aquel grupo solo desprendía respeto, camaradería y amor: Amistad.
 Lo que sentía cada vez con más claridad conforme pasaba cada minuto, con la intensidad que pasaba, con el rastro de emociones que dejaba tras de sí, era que aquello me estaba sometiendo y me empujaba, arrastrándome con una extraña inercia. Ya no estaba porque había deseado estar, ya estaba porque debía estar.

Venir a la vida.
Una vez consumado el ritual, me vi en el costal derecho del trono con ella a mi lado. Alcé la mirada y durante unos momentos quedé inmóvil, frío, como una figura de delicado cristal a punto de hacerse añicos en el suelo. Con un nudo en la garganta busqué su mirada. Me recreé en Su Divina Estampa.
- Gracias, Madre.

Como pidiendo su permiso para ir con Ella tras Su Hijo, por el Jerusalén en el que aquella noche de Lunes Santo se transformaría Málaga, me sumergí santiguándome en el templo escondido a Sus Pies y  busqué mi varal. Entraron todos los hermanos. Se hicieron los últimos ajustes en los puestos. Se dijeron las últimas palabras. Se hizo por un momento el silencio. Besé el varal. Cerré los ojos. Sonó por primera vez la campana.                             
Comencé a vivir.

Fran Albarracín

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